domingo, 14 de febrero de 2016

Dios es el arte


Llevo mas de tres meses sin actualizar este blog. No ha sido por falta de ganas. Y si por la complejidad del tema. Porque, como contaros que, siendo atea, he descubierto a Dios­­ ¿?

Y, sobre todo, como  contar que ¿Dios es arte, y el arte es Dios?

Y todo empieza, como es de esperar, en el principio. En el principio del camino. Del Camino a Santiago, claro. En ese camino que sigue al sol y a las estrellas. Ese camino que el hombre comienza al este, en su juventud, en su inexperiencia, y que sigue la vía láctea hacia su ocaso, su declive: hacia el oeste. Y, siendo tan antropocéntricos, por supuesto, hacia nuestro fin; que siempre lo  interpretaremos como el fin del mundo.

Y  es que el Camino a Santiago, camino místico y Calle mayor de Europa, acumula la energía de millones de personas que desde la Edad Media pisan y configuran sus surcos. Miles de sueños, de palabras, de lágrimas que dejaron su impronta a lo largo de los siglos.

Supongo que también, a lo largo de  su historia, miles de peregrinos han encontrado a Dios, como yo lo hice, entre estas huellas. Personas fatigadas, doloridas, arrastradas por el simple impulso de ir hacia delante. De poner un pie delante de otro dejándose llevar por el destino.

Y es que, como pude comprobar, para encontrar a Dios es fundamental estar cansado. Muy cansado. Dolorosamente cansado.

Y es que este agotamiento te vacía la mente de manera asombrosa. Llegar a sentir el cuerpo en toda su molesta pesadez para llegar a un momento en el que, simplemente, ya no está ahí. Necesitas volverte todo mente para que el dolor no te arrastre. Es un tipo de meditación a través del ejercicio moderado pero constante.

Obviamente te libera de muchas cosas. Cuando una ampolla duele en toda su “grandeza”, ni piensas en exámenes ni en discusiones con parejas. Ni en nada. La energía es limitada. La fuerza también. Y no la vas a malgastar en nada que venga de más atrás o que sobrepase los 10 minutos más inmediatos.

El silencio es otro de los requisitos para encontrar a Dios. No por nada dicen que el verdadero peregrino camina en silencio. Bueno, las pocas ganas que te quedan de conversación intrascendente debe de influir un poco, pero vamos a su aspecto más metafísico.

Y es que el silencio es fundamental para poder disfrutar de la propia naturaleza. No solo en su aspecto más obvio –el sonoro-, sino que se necesita de la concentración que otorga el silencio para poder disfrutar de los otros sentidos: de las magníficas vistas, de los colores, de las miradas de otros animales, de los olores de flores y árboles.

En mi caso fue fundamental para apreciar la compañía inesperada de ciertos animales: al comenzar fueron los cuervos los que me acompañaron durante varias jornadas. Pasito a pasito, poste a poste, siempre estaban a mi vera.

Durante dos días fueron las mariposas: no se cansaron de revolotear alrededor de mi, de manera sorprendente.

Luego vino la inesperada visita de tres caballos: bajaron al galope desde la lejanía, tan deprisa que temí que saltaran el cercado. Se pararon justo a la linde, mirándome fijamente durante 2 minutos. Después se dieron la vuelta y deshicieron su camino de nuevo hasta que los perdí de vista.

Y durante mis días cruzando los tenebrosos bosques gallegos –donde desde temprano había gente a su entrada esperando a otro peregrino para cruzar acompañados– un petirrojo me acompañó la mayor parte del tiempo mostrándome el camino.

Y  tras el cansancio, el silencio y la compañía de los animales llega, inevitablemente, el deseo de estar con otros humanos. En esos ratillos en los que reconoces a los tuyos: los que hablan tu idioma. Vamos, mamíferos que vocalizan y articulan palabras y que piensan y viven como tú.

Y este es el cóctel explosivo que te predispone, o, en realidad, la mezcla perfecta necesaria para encontrar a Dios.

Y en mi caso esta revelación se dio en Rabanal del Camino; una aldea con una energía especial que se nota nada más llegar.

Es sorprendente ver, a lo largo del Camino, que hay pueblos de perros y pueblos de gatos. Una cosa muy extraña. Pero el animal que recibe al peregrino a la entrada te da muchas pistas de lo que te vas a encontrar.

Y aunque me encontré perros simpatiquísimos y conviviendo en armonía con otros animales, entre ellos gatos, siempre los pueblos genuinamente felinos fueron los más misteriosos.

Rabanal es un pueblo de gatos. Mayoritariamente. O al menos a mí me recibieron. Y un perro adorable al que le faltaba una patita, bien lustroso.

En él todo discurre a lo largo de calle mayor y de la abadía benedictina de San Salvador del Monte Irago. Estos monjes, apenas seis, llevan a cabo una de las reuniones más especiales de todo el Camino.
Y es que, al caer la noche, convocan a los peregrinos –diría que los único feligreses de la zona- independientemente de su país o religión, a reunirse y, simplemente, cantar gregoriano.

En esta liturgia, Vísperas, celebrada en una antigua iglesia de origen románico despojada de todo adorno (y falta de reparaciones básicas), cantando al unísono gracias al libreto que nos facilitaron los monjes en cinco idiomas, con la lengua común europea que fue el latín; en penumbra, en recogimiento, bajo grietas en la bóveda y en ropa de deporte…ahí, justo ahí, descubrí a Dios.

Y todavía es más importante que, en ese mismo momento, también supe, con claridad, qué es Dios.

Y es que Dios es el arte.

Y me sentí orgullosa.

Como historiadora del arte.

Y como humanista.

Porque ese éxtasis, esa sensación tan especial; esa energía eléctrica que hacia brotar lágrimas a borbotones; ese salir del cuerpo y flotar, ese sentirse parte de un colectivo. Sentirse acompañado. Ser acompañado. Ser. Todo eso, y más, se lograba a través del arte. Es fruto del arte. La manifestación suprema del ser humano. La materialización de nuestro pensar más abstracto, de las matemáticas, de los impulsos cerebrales más básicos.

Y es que si quieres descubrir que decimos cuando hablamos de obra de arte total, haz el Camino.

Esa era la obra de arte total. Eso que a veces llamamos sentir la presencia de Dios. Eso es la combinación perfecta, en tiempo y forma, de arquitectura, pintura, escultura, lenguaje, olores, música, escenografía…

En ese momento el esfuerzo de tantos artistas cobraron forma y sentido.

Esa iglesia románica, en estado de semi-abandono, sufriente como nuestros cuerpos; pero armoniosa, con proporciones que favorecen el recogimiento. Con una oscuridad adecuada a un pueblo de montaña; a la luz del atardecer.

Con pinturas que acrecientan su geometría, el orden bajo los adornos. Con colores sencillos, austeros, como es el peregrino. Básicos. Andar hacia delante, pintar hacia delante. Sin más florituras.
El olor a cal, a humedad, a cueva. A refugio.

El frio de las paredes pero el calor de la congregación. El calor del abrigo. De nuestros abrigos. Allí no había ropas de domingo. Llevábamos hábitos como los monjes, que iban de negro. Sencillos, prácticos, nuestra segunda piel. Lo que somos sin más. Sin adornos. Sin afeites. Como los muros que nos cobijaban dela fría noche.

La música. ¡Ay, la música! Bello es sin dudar el cantar de los pájaros, pero las composiciones a las que ha llegado el ser humano son incomparables. Que felicidad la de volver a escuchar notas, y la voz grave del gregoriano. El arrullo de congéneres que cantan a la vez. ¡Qué placer!

Y el poder a través de la palabra.  Un arte que, a veces, olvidamos. No es lo mismo usar una que usar otra. No existen sinónimos. Su utilización, tanto escrita como hablada; su entonación, su cadencia. Es todo.
Y aquí hablamos en cinco idiomas y en latín. Cantamos y hablamos de sufrimiento, y de no rendirse. 

«Nosotros, los robustos, debemos cargar con los achaques de los endebles y no buscar lo que nos agrada […]». Romanos 15, 1-3

«Hermanos míos: teneos por muy dichosos cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed que, al ponerse a prueba vuestra fe, os dará constancia. Y si la constancia llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna». Santiago 1, 2-4

No por nada dicen que la fe, como virtud, es la fuerza interior que te permite someterte a las situaciones más adversas, de necesaria aplicación en el camino de la sabiduría.

Supongo que yo encontré la fe. Y a Dios. Y después descubrí que es el arte. ¡Ay, el arte! Todavía no me han perdonado que con Matrícula de Honor me dedicara a estos derroteros. Pero, qué hay mas importante. Qué disciplina engloba igual a todas las demás. Qué es eso que nos influye en el día a día- a través de nuestro entorno, de los colores, de la ropa, de la música-. Lo que nos evade cuando estamos saturados y nos da fuerzas cuando no podemos más.

Puede que en el día a día lo ignoremos. Leemos un libro, decimos. Vamos a una visita guiada, dirán. Sin darse cuenta de la importancia que tienen las palabras; en los demás, en nosotros. En quien las piensa, quien las dice, y quien las escucha.
Parece que nos da igual ir por una calle limpia que sucia; cruzar un edificio u otro. Cruzar una carretera o un río. Vestir de rojo que de marrón. Llevar lavanda o argán.

El arte es todo. Todo es el arte. Es la manifestación mas completa de nuestra perfección e imperfección como seres vivos. Pero es sin duda, humano. Aunque a veces lo llamemos Dios.

No es síndrome de Stendhal, es mucho más. Ya lo experimenté de forma más focalizada con anterioridad; con el Marat asesinado de David, con el Pierrot de Watteau, La Joven de la Perla o la Victoria de Samotracia. Pero en todas las ocasiones fue en el entorno aséptico de un museo; y nunca antes en ropa de deporte y en chanclas con calcetines.

Donde no encontré a Dios, sin duda, fue en la Catedral de Santiago. Pero de eso, amigos, hablaremos otro día.

Hoy me quedaré con esta sensación de plenitud absoluta, de propósito, de sentido de la vida que es el arte. Cuatro letras minúsculas con sentido mayúsculo.